Un libro abierto

Un libro abierto
Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Viven porque están muertos. Francisco Coloane


—El amor es un estado patológico que dura más en los débiles y menos en los fuertes —dijo el joven mirando fijamente a la señora de más o menos cuarenta y cinco años de edad, que estaba a su frente.
 
La otra mujer, de tipo extranjero, que escuchaba la conversación en el departamento, levantó sus bellos ojos verdes con un parpadeo en el que no se podría decir si había coquetería o súplica.
 
—No he querido decir precisamente que cuanto menos dure esa afección el hombre sea más fuerte; en algunos la flor del amor no nace por falta de sensibilidad, por estupidez o cretinismo en otros. Hay, pues, en resumen, una escala mínima, un período de duración "standard" para las gentes normales. No se podría decir que ese período fuera de un mes, seis meses o un año; el poeta Daniel de la Vega ha dicho "el amor eterno dura tres meses", tendrá el hombre sus razones para hacer afirmación tan categórica...
 
El joven hablaba de pie, con cierto escepticismo pedante, a veces, en el que decía "afección", "estado", por amor, y con algún temblor emocionado en la voz, a ratos, cuando se refería a "esa tierna flor". Pero en todo daba la sensación de un hombre exaltado que trataba de no caer en la vulgaridad. Había también algo de hombre herido, cuando se dirigía a la mujer madura, cuyos ojos brillantes miraban altos y fijos escrutando con sinceridad. La dama joven escuchaba con la cabeza baja, al parecer ajena a la charla, pero un temblor imperceptible de la barbilla hubiera revelado a un observador lo hondo que la afectaba aquella conversación.
 
—Me parece que amé durante veinte años; a veces tal vez por costumbre; pero no sé de amores que han durado toda una vida —contestó la señora.
 
—Sí, el amor de las solteronas —replicó el joven—, de esas solteronas que cuando alguna sobrina indiscreta les pregunta por qué no te casaste, tía, dan un suspiro consabido y responden invariablemente: porque he amado solo a un hombre en mi vida y ese hombre murió en plena juventud.
 
—Sí, señora —continuó—, esa solterona no tuvo oportunidad de volver a encontrar un amor en su vida, porque se aferró a un fantasma, a una ilusión, a un sentimiento falso, de falsedad absoluta, y que sobrevivía a la ley de los "tres meses" del poeta, solo porque estaba muerto.
 
—No es prudente aplicar filosofía y leyes al amor respondió la dama con aire de superioridad.
 
El charlador cogió una silla con el ademán del aventurero que llega cansado de un largo viaje y se dispone a contar una de sus aventuras; se sentó, sacó un cigarrillo, lo encendió, afirmó los codos sobre sus rodillas, echó el cuerpo hacia adelante, recogió con un gesto peculiar un mechón rebelde, y dijo:
 
—Voy a narrarle una historia real, brevemente, en la que se demuestra cómo a veces queda prendido en el ser un vestigio de amor, la colilla de un cariño, a veces una cicatriz y, a pesar de que todo ha concluido, ese ser empieza a construir sobre esa leve base un fuerte sentimiento, una pasión falsa que puede durar toda la vida, como en el caso de aquella solterona, y que en un instante desaparece totalmente al contacto con la realidad.
 
"Es la historia de un error, el caso de un hombre aferrado a una ilusión que un día la realidad exterminó; pero vamos por parte, comencemos por donde se debe empezar.
 
"Ella era una extranjera, una joven austríaca de origen judío, que vino a Chile huyendo de los látigos que han arreado a tanta gente desde Europa hacia Occidente.
 
"La necesidad de tener un apoyo en esa inmensa aventura que significa para una mujer europea atravesar el Atlántico y penetrar en las vastedades de América, hizo que se casara, antes de partir, con un emigrante de su raza y de su ciudad.
 
"No fue feliz. El hombre era mediocre y no reunía las condiciones de ese espíritu valiente, delicado y audaz que parecía poseer la bella austríaca.
 
"La travesía del inmenso océano, la llegada a las costas americanas, la primera visión de estos vergeles, encendieron en la hija de la decrépita Europa una luz de vida nueva, la sensación de algo maravilloso que debía realizarse bajo estos nuevos cielos, detrás de estas montañas y de estas selvas que escondían el misterio. Y el marido quedó rezagado, convertido en su justa proporción: la de una cosa que servía solo para cruzar el 'gran charco'.
 
"¿Sabe usted lo difícil que es realizar la leyenda de la 'media naranja', encontrarse un hombre y una mujer que acoplen en lo material y en lo espiritual, en la misma forma que las mitades de una naranja se junten y establezcan las corrientes de sus fibras y jugos dando vida a un fruto maravilloso?
 
"Pues bien continuó el narrador, en una casa residencial de Santiago se produjo ese encuentro. Una mañana clara, en el pasillo, se encontraron frente a frente la europea y un joven estudiante de provincia.
 
"El choque de los ojos fue como el de dos platillos de banda refulgentes al sol, y el amor estalló, súbito, como una nota vibrante entre esos dos seres que de un extremo a otro de la tierra habían venido obedeciendo a una ley de la naturaleza.
 
"Describir el desarrollo de ese amor sería materia de una labor larga e interesante; pero voy a concretar en una comparación que te parecerá insólita, lo que eran él y ella. Uno un vergel agreste de esta América y la otra una paloma de la civilización un poco cansada con el vuelo a través del mar.
 
"Eso eran él y ella; en el vergel faltaba cernir la tierra y en la paloma de albas plumas había reminiscencias de aleros milenarios; pero a pesar de ello la naturaleza se había dado el capricho de fabricar a esos dos seres el uno para el otro como las dos medias naranjas del cuento.
 
"¿Qué sucedió? Pues algo muy sencillo o vulgar: en el amor, cosa tan antigua, ya no hay nada original.
 
"Siempre he imaginado la pasión como una hoguera al borde de la cual andan rondando una mujer y un hombre; se miran, se invitan, tienen miedo a las llamas; hay un instante supremo en que solo un vaivén los haría caer en el centro del fuego a quemarse, a pulverizarse, a perderse o a renacer, depende de que en ellos haya paja, metal o ave fénix.
 
"En ese instante de oscilación a veces cae uno solo y el otro queda al borde del abismo. En nuestra historia él cayó dentro de la hoguera, ella se conservó salva en el borde y, con un gran sentido práctico o especulativo, fue alejándose del fuego donde aquél se consumía."
 
El joven se detuvo para encender otro cigarrillo; en su rostro se notaban las reacciones de una lucha interior que libraba a través del relato. Hablaba como si la dama de los ojos verdes no estuviera en el cuarto. Impetuoso, exaltado, elevaba el hilo de la narración hasta un punto en que parecía una propia confesión, y, otras veces, como esos cambios del sol y sombra que producen las nubes primaverales, retomaba el tono seco, sin emoción, con que comenzara su relato.
 
—He hecho este símbolo de la hoguera —siguió el narrador— para expresar en síntesis el fondo de los hechos, pues en la superficie el asunto ocurrió de la siguiente manera: Él le pidió que se divorciara y se uniera a él, y ella vaciló.
 
"Esto es complicadísimo, mi querida amiga continuó el joven una vez más se comprobó la teoría marxista de que lo espiritual está sometido a lo económico y no olvidemos que ella ascendía de la raza más pragmática del mundo...
 
"La súplica, el llanto, la humillación, etc., lo hicieron descender ante los ojos de la mujer, la cual se dio cuenta de que el amor desaparecía rápidamente para dar paso a la indiferencia y por último al fastidio.
 
"¡Sí, señora, al fastidio; el amor puede terminarse por demasiado amor! ¡No hay nada más fastidioso para la víctima que una persona enloquecida por el amor; es como un carnero enfermo que trata de romper a cabezazos una muralla de piedra hasta que cae con los sesos destrozados!
 
"Cayó en la bebida, en la droga, en la degeneración; pero no era de paja, había en él metales y, como el ave fénix, surgió de nuevo a la vida.
 
"Hay seres que se levantan del fango más limpios: del vicio resucitan con una retina a través de la cual las cosas adquieren un nuevo color: del dolor con otro sentido para apreciar el valor de la vida.
 
"Pasaron los años, finalizó sus estudios y se recibió de abogado.
 
"Otros tiempos, otras paredes, otras caras. Pero hay algunas plantas que son rebeldes al traslado de almácigo, nuestro héroe tuvo varios reventones sentimentales; buscó, le pareció encontrar tierras aptas, pero al final el retoño de amor fatalmente se secaba.
 
"No pudo encontrar aquel temblor emocional de otros tiempos y este fracaso hacía surgir más fuerte aquella época de pasión y gozo pasada junto a la bella mujer.
 
"Al fondo de todos los caminos por donde iba en busca de otros amores, surgía inexorable la imagen de aquella, hasta que se convenció de que estaba tarado para amar; de que la única mujer, tal vez, que pudo haber amado fue la fatal austríaca.
 
"Hombre templado al fin, resolvió realizar el camino de este mundo con esa tara sentimental como a quien le ha salido una verruga en la nariz y la lleva con tal resolución, que pasa a tomar parte de su personalidad. Así llevó esa especie de melancolía que lo acompañó desde entonces, como una característica natural de su persona.
 
"¡Y aquí viene mi teoría, señora! —dijo el joven frotándose las manos y pasando a un tono risueño—. ¡Necesitaríamos vivir mil años para establecer las leyes de un solo corazón humano!
Un buen día recibe un llamado telefónico. A través de la vibración mecánica de una voz, reconoció el timbre cálido de ella, que lo citaba para la tarde siguiente.
 
"Nuestro protagonista pasó una noche inquieta. Una mujer que no veía durante años, la bella austríaca a cuyo recuerdo se había acostumbrado como una cosa sucedida en otra vida, surgía de pronto, en aquel llamado telefónico, con los mismos fuegos donde él quemara su vida.
 
"¿Me necesita simplemente para algún asunto que nada tiene que ver con aquel amor? ¿Me habrá amado en la misma forma en que yo la he amado y hoy una crisis ha quebrado su resistencia, llamándome?
 
"A medida que se formulaba estas preguntas notaba que su reciedumbre se iba desplomando. El hilo telefónico se le había incrustado en los nervios, y la voz de la mujer, como una carga galvánica allá en el otro extremo del cobre hacía resucitar aquel cadáver de amor, aquella pasión muerta, cual una rata de laboratorio revivida por ese procedimiento.
 
"¿Y si una cruel curiosidad femenina, comprobar que aún tenía influencia sobre ese corazón de varón, era la causa de la cita?
 
"Por fin llegó la hora de despejar todas las dudas.
 
"El encuentro fue sereno. Dos miradas intensas trataron de pulsar los estados de ánimo. Un saludo cortés y empezaron a pasear por un sendero del parque de Providencia, entre remansos de follajes arreglados con una elegante rusticidad.
 
"Un silencio presente como un ser los acompañaba. La tarde poco a poco fue cayendo con su penumbra. El silencio se convirtió en un estado tenso que cada cual esperaba que el otro interrumpiera; pero ninguno se atrevía a romper aquello con una palabra que hubiera sonado con el tono hueco y deshumanizado de los ecos en algunos oquedales.
 
"Él paliaba aquella tensión mirando al cielo donde las primeras estrellas empezaban a rutilar y ella, con la cabeza baja, contemplaba la tierra oscura y cercana.
 
"De pronto, suavemente, apoyó su mano en el brazo de él. Estuvo a punto de temblar, apretó los dientes y los puños hasta hundirse las uñas en las carnes y así contuvo el temblor que pudo haberlo traicionado. Pero un hormigueo inundó todo su cuerpo. Una presión voluntariosa fue librándolo hasta adquirir otra vez su aplomo.
 
"Ella, por suerte, no notó el estado de angustia por el que acababa de pasar su acompañante; si lo hubiera notado, se habría salvado de caer vencida en esa lucha por la dominación que encierra todo amor.
 
"Usted verá, señora, que el amor es recíproco solo en su primera etapa; después, uno ama más y el otro solo se deja amar; la pasión generalmente empieza cuando ya existe una completa indiferencia en uno de los sujetos —afirmó el joven.
 
"Una luna brillante ascendió por detrás de la cordillera, del río vino una brisa suelta que se perdió entre el follaje, removiéndolo, y todo pareció complotarse para un instante romántico.
 
"Eran dos inteligencias despiertas que entablaron una lucha para no ceder a ese instante; una lucha en la que intervenían la naturaleza, el ambiente de aquella hora y esos dos corazones debilitados por un estado de ánimo especial.
 
"Trataron así de no ser cogidos por la oleada romántica del caer de la noche.
 
"Para descargarse de la espesa fuerza sentimental que provenía de la tierra, de las sombras, de los juegos de luz del follaje, etc., se detuvieron de súbito y se miraron, interrogantes, a los ojos.
 
"Los dos tenían una palabra fría, tal vez vulgar, sin importancia ni asunto, para quebrar aquel embrujo de la hora, pero se les quedó atravesada en la garganta ante el encuentro de los ojos y no resistieron. La naturaleza, la hora, el ambiente, triunfaron.
 
"Un beso largo y sostenido contuvo todos aquellos años de separación y dio salida a la tensión del momento.
 
"Ella confesó haber sido un poco cruel, calculadora. Dijo que una seguridad demasiado grande en el amor de él, se había desviado en un extraño sentimiento de crueldad, algo parecido al goce de los flagelados.
 
"¡Sí, señora se interrumpió el joven hay flageladores del espíritu, de los sentimientos, que flagelan a los seres que aman! ¡El amor lleva un pequeño engendro de odio, y ay del día en que el diminuto monstruo se desarrolle o se refuerza en ciertos apasionantes temperamentos!
 
"Se había divorciado, y el conocimiento de otros hombres le había demostrado la grandeza de ese primer amor, dándose cuenta del error que había cometido al dejarlo.
 
"Se entregaron esa noche con todo el bagaje de recuerdos y sentimientos que había acumulado el pasado; pero al día siguiente, nuestro protagonista amaneció como uno de esos cajones cordilleranos que un día despejado, aparecen al otro revueltos de nubes.
 
"¿Era la felicidad que se había desplomado tan de golpe sobre él, atontándolo? ¿Era un resabio cauteloso ante una posible nueva jugada de la flageladora? ¿Qué había, pues, en esa desazón sentida solo en algunos días melancólicos de la lejana adolescencia? ¿Amaba ahora solo la carne de aquella mujer y no al espíritu que la animaba?
 
"Recordaba que algo, en un instante, había pasado esa noche. Algo terrible, semejante solo a esa desesperanza que nos produce la muerte cuando nos arrebata el misterio que amábamos, dejándonos solo la basofia de la carne inerte.
 
"A través de los días fue sedimentándose una verdad: ¡No la amaba!
 
"El tiempo había hecho desaparecer aquel amor; pero la quemadura de la hoguera había dejado su cicatriz y sobre ella se había construido un sentimiento falso, una creencia que se encargó la propia causante de destruir. Fue un fantasma que se esfumó al primer contacto con la realidad.
 
"¡Sí, señora! continuó el narrador, subiendo el tono de la voz, ya exaltado, para finalizar proclamando la tesis de su historia. El amor eterno dura tres meses, como dijo el poeta, los otros son amores falsos que se fincan en una herida, en una cicatriz, como hongos malsanos de los cuales debemos precavernos! ¡Son, en fin, el caso de las solteronas cuyos amores viven, porque están muertos! ¡Si un día se levantara de la tumba alguno de esos adolescentes amados, estoy seguro de que estas viejas ya no sentirían nada por él! ¡Sí, solo viven porque están muertos!"
 
Oculto el rostro con un pañuelo, la mujer de los ojos verdes atravesó presurosa el departamento y fue a encerrarse en su cuarto.
 
¡Es usted cruel, tenía la cara arrasada de lágrimas y no sé cómo pudo resistir hasta el final el relato! —dijo la dama y continuó dirigiéndose al joven— . Más cruel que ella, porque ella lo ama intensamente y usted, al parecer de su teoría, no la quiere ya...
 
El joven tomó su sombrero y se despidió de la señora.
 
Pero al llegar a la calle una brisa refrescó su faz, y junto a la agradable reacción nació una duda:
 
¿Y si todo lo que he dicho no fuera ahora cierto? ¿Acaso uno odia, sufre o goza permanentemente? ¿Acaso en una sola hora uno puede tener todas las variaciones del alma, todas las contradicciones del corazón humano, mientras la forma, la acción, es una sola y permanente, y por lo tanto, falsa también?
 
Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
 

viernes, 26 de septiembre de 2014

La Tía Daniela. Angeles Mastretta

La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: “Este hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo.


Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.


Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer a cien hombres. Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y las ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor.


Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo de entender qué había pasado.


Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una larga pena como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.


Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le prestó una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad de la frente y las entrañas.


Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió a su termostato que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla.


Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la noche que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente le puso un telegrama a su marido diciendo: “Empieza a mejorar, ha llorado un segundo”. Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: “Te lo ruego, vámonos a casa”.

Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos.

-¡Está muerta! -oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.

Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse en los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de la casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para el otro. Su madre hizo el esfuerzo de abandonarla en el quicio de la puerta de la Catedral.

La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambrienta y furiosa, como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de la Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia. 


Ahí fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y del estómago de aquella náufraga. Era una criatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva.


Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido.

Las pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía a la incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra. 


-¿Cómo dices que eran sus manos? -preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elidé volvía por otro lado.


-¿Tenía los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?


-Chicos -le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días.


-¿Chicos y turbios? -preguntó la tía Elidé.


 

-Chicos y fieros -contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes.


-Seguro que era Leo. Así son los de Leo -decía su amiga sacando un libro de horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo-.  De remate, son mentirosos. Pero no tienes que dejarte, tú eres de Tauro. Son fuertes las mujeres de Tauro. 


-Mentiras sí que dijo -le contestó Daniela una tarde.


-¿Cuáles? No se te vayan a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir.


-No quiero humillarme.

-El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse.


-Me iluminaron -defendió la tía Daniela.

-Se te nota iluminada -decía su amiga cuando llegaban a puntos así.


Al tercer mes de hablar y hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con fruta, queso, pan, mantequilla y té. 

Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle.

-Le gustaban las uvas -dijo la enferma.

-Entiendo que lo extrañes.


-Sí -dijo la enferma acercándose un racimo de uvas-. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los hombros y la cintura.


-¿Cómo tenía? Ya sabes -dijo la amiga como si supiera siempre lo que la torturaba.

-No te lo voy a decir -contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té, pan y mantequilla.

-¿Rico? -le preguntó Elidé.

-Sí -le contestó la enferma empezando a ser ella. 


Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por fin de la trenza polvorosa que no se había peinado en mucho tiempo.
Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la había hecho feliz y desgraciada.


-Ya no quiero ni vengarme -le dijo una mañana a Elidé-. Estoy aburridísima del tema.


-¿Cómo? No te pongas inteligente -dijo Elidé-. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón menguada. ¿Lo vas convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y la India, nos falta
encontrarlo y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos en Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una imbécil y luego se fue?

Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a perderse la India y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses.


-Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo -le decía.


-Llegó ayer -le contestó la tía Daniela un mediodía.


-¿Cómo sabes?

-Lo vi. Tocó en el balcón como antes.


-¿Y qué sentiste?


-Nada.


-¿Y qué te dijo?


-Todo.

-¿Y qué le contestaste?

-Cerré.


-¿Y ahora? – preguntó la terapista.


-Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan.


Y se fueron a Italia por la voz del Dante: “Piovverà dentro a l’alta fantasía.”


sábado, 30 de agosto de 2014

Los Livianos. Omar Alej.

Chucu…chucu…chucu…al principio muy lento, hacía el trenecito que iba de Lo Liviano a Lo Pesado. Chucu, chucu, chucu, chucu, chucu. Después a toda velocidad iba abriéndose paso en aquellas vías que cruzaban los frondosos bosques de Lejanía, la tierra que estaba entre Lo Liviano y Lo Pesado.

Su maquinista era Teso, un larguirucho soñador que llevaba siempre unido, en el tirante de su overol, la figura de un trébol de cuatro hojas hecho de plástico. Se ufanaba de las veces que aquella maquinaria parecía rugir con el descontento de una fiera y después tornarse en un ligero zumbido de mosquitos… 

“Molinillo” llamaba a aquel ferrocarril descontinuado que, a falta de algunas refacciones, se completaba con un sinfín de artilugios domésticos; donados, sin lugar a dudas, por los peculiares pasajeros que de sus moradas salían a trabajar  en la construcción de un muro protector, que protegiera Lo Liviano de todo Lo Pesado.

Teso era amable con todos, personificaba el mito del hombre callado y eficaz que, además, era capaz de incluir a todos en sus más nobles empresas. Dar por acabado aquel tren, él lo sabía, habría significado para Lo Liviano que los más pequeños dejasen de jugar con trenecitos de madera y a su vez que los más mayores no tuviesen el placer de viajar, en busca de caminos, en una autentica máquina de vapor. Heredada en vida por Abeja, otro maquinista que habiendo puesto su gusto a favor de la bebida cedió la dirección a Teso, quedándose contento en la barra del Ciruela, la única cantina en Lo Liviano, con sus cuentos y sus tragos de agua dulce.

Pueblo Lo Liviano era un mundo de disfraces donde nadie era lo que era. Los hogares se sostenían por música, sombras y palabras. El alcalde era Viruela, un viejo mimo que partía la plaza convertido, ahora, en un panzón amigable que amenazaba con disparar botones si no le eran permitidos los excesos de vainilla, veneno y chocolate. Entre sus funciones, como alcalde, la favorita de Viruela era escuchar canciones, le fascinaba la voz de los otros y siempre estaba atento a aquel lenguaje de palabras que de forma natural, los livianos, usaban para platicar sobre matemáticas, olores, sopas de letras y distintas proporciones de horizontes.

Para llegar a la estación de trenes, donde Teso esperaba cada mañana, los livianos pasajeros tenían que ponerse botas en sus habitaciones y desde ahí se trasladaban mágicamente a estar sentados en un asiento del vagón; de vez en cuando alguno se quedaba dormido, entonces a ese tocaría ordenar por orden de atracción sus libros y películas favoritas...

Todo aquello era el juego del teatro, del sentido, de la tierra y de los hombres como solamente una partícula del universo. Cada uno de los habitantes de Lo Liviano se sabía en sí mismo aun algo por descubrir. Se aplaudía por darle sonido al tiempo y se actuaba para despedir la juventud alegremente.

Cada ida en la mañana, cada regreso por la tarde, era por cruzar Lejanía y al hacerlo ver sus frutos colorados, que no eran otra cosa que sensaciones vivas por ser vistas con el alma. En equipo y simulando arqueros, trapecistas, hombres lobos y mujeres barbudas, los livianos iban a levantar piedra por piedra. No se preguntaban que había en Lo Pesado. Sin pensarlo mucho obedecieron el telegrama con las hilarantes indicaciones del alcalde y se pusieron por la labor de levantar un muro:

Lo Liviano en movimiento, Lo Pesado allá a lo lejos. Más allá de Lejanía.

Durante meses ininterrumpidos de labores, y a solamente doce piedras por levantar, ningún liviano había visto a algún pesado. No hasta aquel día en el que el cielo se cerró y dejo caer una canción de lluvia. Se escuchaba el cielo como una cascada y la tierra respondía como un techo de metal en el que el agua se impactaba, dejando alegres claves de tambores. Dormitando con los sonidos no escucharon acercarse a Milo

-¿Quiénes son ustedes?- preguntó Milo, que tenia la voz aguda como un silbato e intenciones de verdades y justicias.

Los livianos lo acercaron en seguida. Le tendieron las manos mojadas, lo mismo que la sonrisa sencilla con la que podían llorar sin decir nada; el rostro de Milo era un rostro sin mascara y su vestido carecía de medida y elegancia. Parecía confeccionado tristemente, con alardes: colores llamativos, estampados y telas flojas. No era un disfraz pero ocultaba, en su naturalidad, cierto aburrimiento. A ningún ser extraordinario les recordaba aquel hombre de ojos azules y aspecto pálido, que no usaba ni siquiera un corbatín. Les extrañaba verlo protegerse de la lluvia, su caminar nervioso y su tímida estampa; como recién descubriendo un nuevo apetito en una nueva mesa.

-somos los livianos y venimos de Lo Liviano. Estamos aquí construyendo un muro que nos fue solicitado a través de un telegrama. Mi nombre es Thiago, en verano me disfrazo de un algodón largo y en invierno de un gusano de seda. Te serviría dejar de evadir la lluvia; a todos moja y todos secamos un poquito el aire-

-pero ¿ese muro para qué es?-

El muro es para proteger Lo Liviano de Lo Pesado, de dónde vienes tú. Con este muro no permitiremos que a nuestro pueblo se infiltren cosas pesadas. Con este muro contendremos el paso del tiempo, la vejez, el fracaso, los reproches, el olvido y la tristeza. Nos mantendremos soñadores, sensibles y sencillos…aceptando la humilde ocasión de lo que es humano. Además, por cierto, me llamo Dan cuando llueve me disfrazo de lentes de sol y cuando hay sol de pararrayos-

-y eso de Lo Liviano ¿qué es? Este muro apenas mide algunos nudos. No es capaz de resguardar nada. Es, en todo caso, solamente un montón de piedras apiladas-

-Para hacer este muro nos ayudamos a cargar piedras. Para ayudarnos a cargar piedras tenemos dudas. Para creer en nuestras dudas atravesamos Lejanía. Para atravesar Lejanía viajamos en “molinillo”. Para viajar en “molinillo” Teso tiene que echar a andar la maquina. Para que Teso eche a andar la maquina necesita sentirse fuerte. Para que Teso se sienta fuerte necesita que lo necesitemos. Para necesitar a Teso necesitamos levantar este muro. Y para levantar este muro necesitamos ser livianos. A mí me llaman Dorian cuando hace mucha hambre me disfrazo de otoño, cuando hemos comido mucho me disfrazo de cubiertos de plata-

-…pero, que locura!, todo eso que ustedes dicen no es real. Los trenes se hacen viejos, dejan de necesitarse. Los maquinistas son reemplazados por conductores de trenes bala o por maquinas inteligentes, de transporte, que te dicen tu ubicación y se conducen solas. Donde se ha visto que un pueblo vaya y ponga unas cuantas piedras nada más para que un hombre conserve su dignidad, es ridículo. Piensen en ustedes; allá en Lo Pesado hay edificios para protegernos de la lluvia, verdaderos muros para preservar la soberanía de los países. En Lo Pesado hay señalamientos que te indican donde ir, terapias de autoayuda, y distintas disciplinas de arte en que la gente puede sobresalir y ser admirada y hacerse celebre. ¡Lo Pesado es el mundo de hoy!-

-en Lo Liviano no ignoramos que existen esas cosas, pero esas cosas son ignoradas por Lo Liviano. Para protegernos de la lluvia nos mojamos. Para que unas cuantas piedras se llamen dignidad primero las cargamos. Para la soberanía, primero el mundo. Para saber en dónde estamos, antes el sueño. Y para ser reconocidos, conocer primero. Generamos la fantasía y negamos el engaño; a mi llámame Tonto. Me disfrazo de melancolía en los principios y de esperanza en los finales.

domingo, 3 de agosto de 2014

Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril. Haruki Murakami

Una bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.

A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven –debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una “chica”. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto.

Quizá tú tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de tobillos delgados, o grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena razón te enloquecen las chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda. Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me descubro mirando a la chica de la mesa de junto porque me gusta la forma de su nariz.

Pero nadie puede asegurar que su chica 100% perfecta corresponde a un tipo preconcebido. Por mucho que me gusten las narices, no puedo recordar la forma de la de ella –ni siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar de forma segura es que no era una gran belleza. Extraño.

-Ayer me crucé en la calle con la chica 100% perfecta –le digo a alguien.
-¿Sí? –él dice- ¿Estaba guapa?
-No realmente.
-De tu tipo entonces.
-No lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de ella, la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho.
-Raro.
-Sí. Raro.
-Bueno, como sea –me dice ya aburrido- ¿Qué hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?
-Nah, sólo me crucé con ella en la calle.

Ella caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril.

Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora sería suficiente: sólo para preguntarle acerca de ella misma, contarle algo acerca de mi, y –lo que realmente me gustaría hacer- explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una bella mañana de abril en 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos, como un antiguo reloj construido cuando la paz reinaba en el mundo.

Después de hablar, almorzaríamos en algún lugar, quizá veríamos una película de Woody Allen, parar en el bar de un hotel para unos cócteles. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.

La posibilidad toca en la puerta de mi corazón.

Ahora la distancia entre nosotros es de apenas 15 metros.

¿Cómo acercármele? ¿Qué debería decirle?

-Buenos días señorita, ¿podría compartir conmigo media hora para conversar?

Ridículo. Sonaría como un vendedor de seguros.

-Discúlpeme, ¿sabría usted si hay en el barrio alguna lavandería 24 horas?

No, simplemente ridículo. No cargo nada que lavar, ¿quién me compraría una línea como esa?

Quizá simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú eres la chica 100% perfecta para mi.

No, no se lo creería. Aunque lo dijera es posible que no quisiera hablar conmigo. Perdóname, podría decir, es posible que yo sea la chica 100% perfecta para ti, pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí. Podría suceder, y de encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos, jamás me recuperaría del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata madurar.

Pasamos frente a una florería. Un tibio airecito toca mi piel. La acera está húmeda y percibo el olor de las rosas. No puedo hablar con ella. Ella trae un suéter blanco y en su mano derecha estruja un sobre blanco con una sola estampilla. Así que ella le ha escrito una carta a alguien, a juzgar por su mirada adormecida quizá pasó toda la noche escribiendo. El sobre puede guardar todos sus secretos.

Doy algunas zancadas y giro: ella se pierde en la multitud.

Ahora, por supuesto, sé exactamente qué tendría que haberle dicho. Tendría que haber sido un largo discurso, pienso, demasiado tarde como para decirlo ahora. Se me ocurren las ideas cuando ya no son prácticas.

Bueno, no importa, hubiera empezado “Érase una vez” y terminado con “Una historia triste, ¿no crees?”

Érase una vez un muchacho y una muchacha. El muchacho tenía dieciocho y la muchacha dieciséis. Él no era notablemente apuesto y ella no era especialmente bella. Eran solamente un ordinario muchacho solitario y una ordinaria muchacha solitaria, como todo los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en algún lugar del mundo vivía el muchacho 100% perfecto y la muchacha 100% perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y ese milagro sucedió.

Un día se encontraron en una esquina de la calle.

-Esto es maravilloso –dijo él- Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero eres la chica 100% perfecta para mí.

-Y tú –ella le respondió- eres el chico 100% perfecto para mi, exactamente como te he imaginado en cada detalle. Es como un sueño.

Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y dijeron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué cosa maravillosa encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un milagro, un milagro cósmico.

Sin embargo, mientras se sentaron y hablaron una pequeña, pequeñísima astilla de duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien si los sueños de uno se cumplen tan fácilmente?

Y así, tras una pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica: Vamos a probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar sin duda alguna y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100% perfectos, nos casaremos ahí y entonces, ¿cómo ves?

-Sí –ella dijo- eso es exactamente lo que debemos hacer.

Y así partieron, ella al este y él hacia el oeste.

Sin embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo era absolutamente innecesaria, nunca debieron someterse a ella porque en verdad eran el amante 100% perfecto el uno para el otro y era un milagro que se hubieran conocido. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino procederían a agitarlos sin piedad.

Un invierno, ambos, el chico y la chica se enfermaron de influenza, y tras pasaron semanas entre la vida y la muerte, perdieron toda memoria de los años primeros. Cuando despertaron sus cabezas estaban vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.

Eran dos jóvenes brillantes y determinados, a través de esfuerzos continuos pudieron adquirir de nuevo el conocimiento y la sensación que los calificaba para volver como miembros hechos y derechos de la sociedad. Bendito el cielo, se convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar de una línea del subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de entrega especial en la oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron otra vez el amor, a veces el 75% o aún el 85% del amor.

El tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta y dos, la chica treinta

Una bella mañana de abril, en búsqueda de una taza de café para empezar el día, el chico caminaba de este a oeste, mientras que la chica lo hacía de oeste a este, ambos a lo largo de la callecita del barrio de Harajuku de Tokio. Pasaron uno al lado del otro justo en el centro de la calle. El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y breve en sus corazones. Cada uno sintió retumbar su pecho. Y supieron:

Ella es la chica 100% perfecta para mí.

Él es el chico 100% perfecto para mí.

Pero el resplandor de sus recuerdos era tan débil y sus pensamientos no tenían ya la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, se pasaron de largo, uno al otro, desapareciendo en la multitud. Para siempre.

Una historia triste, ¿no crees?

Sí, eso es, eso es lo que tendría que haberle dicho.

viernes, 20 de junio de 2014

El Ruiseñor y la Rosa. Oscar Wilde

  -Ella me prometió que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas -murmuró el Estudiante-; pero en todo el jardín no queda ni una sola rosa roja.
  El Ruiseñor le estaba escuchando desde su nido en la encina, y lo miraba a través de las hojas; al oír esto último, se sintió asombrado.
  -¡Ni una sola rosa roja en todo el jardín! -repitió el Estudiante con sus ojos llenos de lágrimas-. ¡Ay, es que la felicidad depende hasta de cosas tan pequeñas! Ya he estudiado todo lo que los sabios han escrito, conozco los secretos de la filosofía y sin embargo, soy desdichado por no tener una rosa roja.
  -Por fin tenemos aquí a un enamorado auténtico -se dijo el ruiseñor-. He estado cantándole noche tras noche, aunque no lo conozco; y noche tras noche le he contado su historia a las estrellas; y por fin lo veo ahora. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos como la rosa que desea; pero la pasión ha hecho palidecer su rostro hasta dejarlo del color del marfil, y la tristeza ya le puso su marca en la frente.
  -El Príncipe da el baile mañana por la noche -seguía quejándose el Estudiante-, y allí estará mi amada. Si le llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja la estrecharé entre mis brazos, y ella apoyará su cabeza sobre mi hombro, y apoyará su mano en la mía. Pero como no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, tendré que sentarme solo, y ella pasará bailando delante mío, sin siquiera mirarme y se me romperá el corazón.
  -Este sí que es un auténtico enamorado verdadero -seguía pensando el Ruiseñor-. Yo canto y él sufre; lo que para mí es alegría, para él es dolor. No cabe duda que el amor es una cosa admirable, más preciosa que las esmeraldas y más rara que los ópalos blancos. Ni con perlas ni con ungüentos se lo puede comprar, porque no se vende en los mercados. No se puede adquirir en el comercio ni pesar en las balanzas del oro.
  -Los músicos estarán sentados en su estrado -decía el Estudiante-, y harán surgir la música de sus instrumentos, y mi amada bailará al son del arpa y el violín. Ella bailará tan levemente, que sus pies casi no tocarán el suelo, y los cortesanos, con sus trajes fastuosos, formarán corro en torno suyo para admirarla. Pero conmigo no bailará, porque no tengo una rosa roja para darle.
  Y se arrojó sobre la hierba, y ocultando su rostro entre las manos, se puso a llorar amargamente.
  -¿Por qué está llorando? -preguntó una lagartija verde que pasaba frente a él con la cola al aire.
  -¿Sí, por qué? -murmuraba una margarita a su vecina, con voz dulce y tenue.
  -Está llorando por una rosa roja -explicó el Ruiseñor.
  -¿Por una rosa roja? -exclamaron las otras en coro. ¡Qué ridiculez!
  La lagartija, que era un poco cínica, se puso a reír a carcajadas. Sólo el Ruiseñor comprendía el secreto de la pena del Estudiante y, posado silenciosamente en la encina, meditaba sobre el misterio del amor.
  Por último, desplegó sus alas oscuras y se elevó en el aire. Cruzó como una sombra a través de la avenida, y como una sombra se deslizó por el jardín.
  En medio del prado había un magnífico rosal, y el Ruiseñor voló hasta posársele en una de sus ramas.
  -Necesito una rosa roja -le dijo. Dámela y yo te cantaré mi canción más dulce.
  Pero el rosal negó sacudiendo su ramaje.
  -Mis rosas son blancas -le contestó-, como la espuma del mar y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve donde mi hermana que crece al lado del viejo reloj de sol, y puede ser que ella te proporcione la flor que necesitas.
  El Ruiseñor voló hacia el gran rosal que crecía junto al viejo reloj de sol.
  -Dame una rosa roja -le dijo-, y te cantaré mi canción más dulce.
  Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.
  -Mis rosas son amarillas -contestó-, tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar, y más amarillas que el Narciso que florece en el prado. Pero anda a ver a mi hermano, que crece al pie de la ventana del Estudiante, y quizás él pueda darte la flor que necesitas.
  El Ruiseñor voló entonces hasta el viejo rosal que crecía al pie de la ventana del Estudiante.
  -Dame una rosa roja -le dijo-, y yo te cantaré mi canción más dulce.
  Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.
  -Rojas son, en efecto, mis rosas -contestó-; tan rojas como las patas de las palomas, y más rojas que los abanicos de coral que relumbran en las cavernas del océano. Pero el invierno heló mis venas, y la escarcha marchitó mis capullos, y la tormenta rompió mis ramas y durante todo este año no tendré rosas rojas.
  -Una rosa roja es todo lo que necesito -exclamó el Ruiseñor-; ¡sólo una rosa roja! ¿No hay manera alguna de que la pueda obtener?
  -Hay una manera -contestó el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtela.
  -Dímela -repuso el Ruiseñor-. Yo no me asustaré.
  -Si quieres una rosa roja -dijo el rosal-, tienes que construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado sobre una de mis espinas. Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará mía...
  -La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja -murmuró el Ruiseñor-, y la vida es dulce para todos. Es agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un ruiseñor comparado con el corazón de un hombre enamorado?
  Y, desplegando sus alas oscuras, el ruiseñor se elevó en el aire, cruzó por el jardín como una sombra, y como una sombra se deslizó a través de la avenida.
  El Estudiante seguía echado en la hierba, como lo había dejado; y las lágrimas no se secaban en sus anchos ojos.
  -¡Alégrate! -le gritó el Ruiseñor-. ¡Siéntete dichoso, porque tendrás tu rosa roja! Yo la construiré con mi música, a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi corazón. Lo único que pido en cambio, es que seas un verdadero amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, por muy sabia que ésta sea, y es más poderoso que la Fuerza, por muy fuerte que ella sea. Las alas del Amor son llamas de mil tonalidades, y su cuerpo es del color del fuego. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como la mirra silvestre.
  El Estudiante levantó la vista de la hierba y escuchó, pero no comprendió lo que decía el Ruiseñor, porque él sólo podía entender lo que estaba escrito en los libros.
  En cambio, la encina comprendió y se puso a balancear muy tristemente, porque sentía un hondo cariño por el pequeño Ruiseñor que había construido el nido en sus ramajes.
  -Cántame, por favor, una última canción -le susurró la encina-, porque voy a sentirme muy sola cuando te hayas ido.
  Y el Ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que cae de una jarra de plata.
  Cuando terminó la canción del Ruiseñor, se levantó el Estudiante y sacó del bolsillo un cuadernito y un lápiz.
  -He de admitir que ese pájaro tiene estilo -se dijo a sí mismo caminando por la alameda-, eso no puede negarse; pero ¿acaso siente lo que canta? Temo que no, debe ser como tantos artistas, puro estilo y nada de sinceridad. Jamás se sacrificaría por alguien, piensa solamente en música y ya se sabe que el arte es egoísta. Sin embargo, debo reconocer que su voz da notas muy bellas. ¡Lástima que no signifiquen nada, o que no signifiquen nada importante para nadie!
  Luego entró en su alcoba, y, echándose sobre su cama, comenzó de nuevo a pensar en su amor. Después de unos momentos se quedó dormido.
  Cuando la luna alumbró en los cielos, el Ruiseñor voló hacia el rosal, y apoyó su pecho sobre la mayor de las espinas. Toda la noche estuvo cantando con el pecho contra la espina, y la luna fría y cristalina se inclinó para escuchar. Toda la noche estuvo cantando así apoyado, y la espina se hundía más y más en su carne y la sangre de su vida se derramaba en el rosal.
  Cantó primero al nacimiento del Amor en el corazón de los adolescentes. Entonces, en la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo como canción tras canción. Al principio era pálida, como la niebla que flota sobre el río; pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora. La rosa que floreció en la rama más alta del rosal era como el reflejo de una rosa en un cáliz de plata, era como el reflejo de una rosa en espejo de agua.
  El rosal le gritó al Ruiseñor para que apretara más su pecho contra la espina.
  -¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor -gritó el rosal-, o el día llegará antes de haber terminado de fabricar la rosa!
  Y el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y más y más creció su canto porque ahora cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un joven y de una virgen.
  Y un delicado rubor comenzó a cubrir las hojas de la rosa, como el rubor que cubre las mejillas del novio cuando besa los labios de su prometida.
  Pero la espina no llegaba todavía al corazón del corazón, y el corazón de la rosa permanecía blanco, porque sólo la sangre de un ruiseñor puede enrojecer el corazón de una rosa.
  Y el rosal le gritó al Ruiseñor para que se apretara más aún contra la espina.
  -¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor -gritó el rosal-, o llegará el día antes de haber terminado de fabricar la rosa!
  Y el Ruiseñor se apretó más aún contra la espina, y la espina al fin le alcanzó el corazón. Un terrible dolor lo traspasó. Más y más amargo era el dolor, y más y más impetuosa se hacía su canción, porque ahora cantaba el Amor sublimado por la muerte, el Amor que no puede aprisionar la tumba.
  Y la rosa del rosal se puso camersí como la rosa del cielo del Oriente. Su corona de pétalos era púrpura como es purpúreo el corazón de un rubí.
  La voz del Ruiseñor ya desmayaba, sus alitas comenzaron a agitarse, y una nube le cayó sobre sus ojos. Su canto desmayaba más y más, y sentía que algo le obstruía la garganta.
  Entonces tuvo una última explosión de música. Al oírla la luna blanca se olvidó del alba y se demoró en el horizonte. Al oírla la rosa roja tembló de éxtasis y abrió sus pétalos al frescor de la mañana. El eco llevó la canción a la caverna de las montañas, y despertó a los pastores dormidos. Luego navegó entre los juncos del río que llevaron el mensaje hasta el mar.
  -¡Mira, mira -gritó el rosal-, la rosa ya está terminada!
  Pero el Ruiseñor no contestó, porque estaba muerto con la espina clavada en su corazón.
 Ya era eso del mediodía cuando despertó el Estudiante; abrió la ventana y miró hacia afuera.
  -¡Caramba, qué maravillosa visión! -exclamó-. ¡Una rosa roja! En mi vida he visto una rosa semejante. Es tan hermosa que estoy seguro que tiene un nombre muy largo en latín.
  Se inclinó por el balcón y la cortó.
  En seguida se caló el sombrero, y con la rosa en la mano, corrió a la casa del profesor.
  La hija del profesor estaba sentada cerca de la puerta, devanando una madeja de seda azul, con su perrito a los pies.
  -Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -exclamó el Estudiante-. Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. Esta noche la prenderás sobre tu corazón y como bailaremos juntos podré decirte cuánto te amo.
  Pero la jovencita frunció el ceño.
  -Me temo que no va a hacer juego con mi vestido nuevo -repuso-, Y, además el sobrino del Chambelán me envió unas joyas de verdad, y todo el mundo sabe que las joyas son más caras que las flores.
  -Eres una ingrata incorregible -dijo agriamente el Estudiante, y tiró con ira la rosa al arroyo donde un carro la aplastó al pasar.
  -¿Ingrata? -dijo la muchacha-. Yo te digo que eres un grosero. ¿Qué eres tú, después de todo? Sólo un estudiante, y ni siquiera creo que lleves hebillas de plata en los zapatos, como lo hace el sobrino del Chambelán.
  Y muy altanera se metió en su casa.
  -¡Qué cosa más estúpida es el Amor! -se dijo el Estudiante mientras caminaba-. No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no demuestra nada y le habla a uno siempre de cosas que no suceden nunca, y hace creer verdades que no son ciertas. En realidad no es nada práctico, y como en estos tiempos ser práctico es serlo todo, volveré a la Filosofía y al estudio de la Metafísica.
Y al llegar a su casa, abrió un libro de polvo, y se puso a leer.

viernes, 6 de junio de 2014

EL ÚLTIMO AUTOBUS. Jonathan Hernández

Cada viernes en cuanto los animales comenzaban con su orquesta matinal, Ana se levantaba, aún no salía el sol y ella ya había recogido agua del pozo, alimentado a las gallinas y preparado un humilde pero decoroso desayuno con tortillas, frijoles y chiles.

Su padre, Don Melesio, era un hombre de 47 años de carácter serio e impasible, en su mirada sólo podía verse una cosa: vacío. Había pasado dos terceras partes de su vida trabajando como albañil, su piel era particularmente áspera, lo que le daba a su aspecto un aire de enojo y rigidez. Ana solía pensar que tanto cemento había terminado por convertirlo a él en una piedra.

Don Melesio siempre se levantaba con los primeros rayos del sol, pidiendo a gritos un café de olla. La habilidad que Ana había adquirido durante los últimos años, le permitía sortear esas peticiones matutinas sin complicaciones, sabía perfectamente a que hora debía prender el fuego del anafre para que el agua estuviera lista en el momento en que su padre despertaba. Después de darle el desayuno, Ana debía esperar a que el frío cediera ante la fuerza del sol; entonces su Padre habría salido a trabajar y ella podría darse prisa para, a escondidas de él, hacer lo mismo.

Tenía que realizar una larga caminata desde su casa hasta la carretera y mientras lo hacía, apretaba contra su pecho un rosario, rogando a Dios que cuidara de sus hermanos. La angustia que le provocaba dejar solos a aquellos pequeños de 4 y 6 años la consumía, pero no tenía otra opción, el viernes era el único día en que la Sra. Julieta le permitía lavarle la ropa y limpiarle la casa.
Así había pasado los últimos tres años desde la muerte de su madre. No ganaba mucho dinero, pero por lo menos podía alimentar a sus hermanos los fines de semana que su padre pasaba borracho, e incluso comprarle un par de cervezas más, con tal de mantenerlo tranquilo. 

Ana siempre llegaba a casa de la Sra. Julieta en el momento en que esta salía a dejar a sus hijos a la escuela y se marchaba cuando todos regresaban para comer. Esa era una imagen que no disfrutaba, el cuadro familiar donde todos se sientan en la mesa, era una imagen que le provocaba dolor.

La ciudad siempre le había fascinado, desde niña, cuando acompañaba a su mamá a comprar alimentos en el mercado, soñaba con vivir en una de esas grandes casas de colores, con tener peinados con moños como las otras niñas y le fascinaba la idea de cargar una mochila y vestir igual que todas ellas para ir a la escuela.

Ese viernes, Ana decidió tomar un camino distinto, hacía mucho que no veía el parque y ese viernes estaba particularmente repleto de gente, había vendedores de fruta, de flores, de globos; señoras cargando a sus hijos y niños corriendo tras las palomas. Se quedo ahí, mirando un largo rato, hechizada por las risas, los olores, los colores, estaba particularmente encantada con la imagen de una pareja besándose entre los árboles. 

Una silenciosa mirada se clavó en su espalda, al girarse, un hombre la veía fijamente, era la misma mirada escalofriante que su padre le había echado seis meses atrás, aquella noche cuando comenzaron las pesadillas. Ese recuerdo la hizo volver a la realidad, las nubes estaban a punto de ganar la lucha contra el sol y ella aún se encontraba muy lejos de casa. Comenzó a caminar con la vista empañada a causa del remolino de pensamientos y recuerdos que golpeaban con fuerza su mente. Odiaba que su padre bebiera, odiaba tener que ser ella quien le quitaba la ropa para meterlo en la cama cuando llegaba arrastrándose a casa con un pestilente olor, mezcla de alcohol y vómito, odiaba tener que esconderse cuando por el contrario, llegaba en pie, con la fuerza suficiente para darle una paliza, pero por sobre todas las cosas, Ana odiaba aquellas noches en las que Don Melesio la sacaba de su cama y le jalaba el cabello con una mano y le tapaba la boca con la otra, mientras aplastaba con fuerza su vientre. Esas pesadillas, como ella las llamaba, se habían vuelto cada vez más recurrentes.

Ana caminaba lo más rápido que sus larguiruchas piernas le permitían, el viento asustaba las ramas de los árboles, el cielo comenzó a tomar un color rojizo que acrecentó su desesperación 

-Debo regresar- se repetía una y otra vez. Si su padre descubriera que salía a escondidas dejando solos a sus hermanos, seguro que la golpiza sería fuerte, pero lo peor, era que no podria volver a salir a trabajar, que no podria volver a la ciudad.

Las calles no le eran familiares, la obscuridad de la noche no le permitía identificar en qué dirección debía seguir. Estaba perdida. Una helada gota de sudor recorrió su espalda al imaginar que para ese entonces, su padre seguramente ya había regresado. Siguió caminando, pensaba en sus hermanos, en su madre, pensaba en el miedo que le provocaba la idea de vivir así para siempre.

Un gato negro la miraba fijamente desde el techo de una casa ubicada en la esquina en la que sin pensarlo, Ana dio vuelta. Se encontró con una fila de gente que comenzaba a subir en un camión blanco con líneas azules, ese era su autobús.

Se encontraba a escasos diez metros del camión, cuando este arranco y comenzó a avanzar. Ana decidió correr, corrió con todas sus fuerzas, la luna iluminaba las lágrimas que brotaban de sus ojos y su cabello no cesaba de revolotear a causa del viento. Ana siguió corriendo por más de una hora… en el sentido contrario del autobús.