Un libro abierto

Un libro abierto
Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora.

viernes, 20 de junio de 2014

El Ruiseñor y la Rosa. Oscar Wilde

  -Ella me prometió que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas -murmuró el Estudiante-; pero en todo el jardín no queda ni una sola rosa roja.
  El Ruiseñor le estaba escuchando desde su nido en la encina, y lo miraba a través de las hojas; al oír esto último, se sintió asombrado.
  -¡Ni una sola rosa roja en todo el jardín! -repitió el Estudiante con sus ojos llenos de lágrimas-. ¡Ay, es que la felicidad depende hasta de cosas tan pequeñas! Ya he estudiado todo lo que los sabios han escrito, conozco los secretos de la filosofía y sin embargo, soy desdichado por no tener una rosa roja.
  -Por fin tenemos aquí a un enamorado auténtico -se dijo el ruiseñor-. He estado cantándole noche tras noche, aunque no lo conozco; y noche tras noche le he contado su historia a las estrellas; y por fin lo veo ahora. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos como la rosa que desea; pero la pasión ha hecho palidecer su rostro hasta dejarlo del color del marfil, y la tristeza ya le puso su marca en la frente.
  -El Príncipe da el baile mañana por la noche -seguía quejándose el Estudiante-, y allí estará mi amada. Si le llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja la estrecharé entre mis brazos, y ella apoyará su cabeza sobre mi hombro, y apoyará su mano en la mía. Pero como no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, tendré que sentarme solo, y ella pasará bailando delante mío, sin siquiera mirarme y se me romperá el corazón.
  -Este sí que es un auténtico enamorado verdadero -seguía pensando el Ruiseñor-. Yo canto y él sufre; lo que para mí es alegría, para él es dolor. No cabe duda que el amor es una cosa admirable, más preciosa que las esmeraldas y más rara que los ópalos blancos. Ni con perlas ni con ungüentos se lo puede comprar, porque no se vende en los mercados. No se puede adquirir en el comercio ni pesar en las balanzas del oro.
  -Los músicos estarán sentados en su estrado -decía el Estudiante-, y harán surgir la música de sus instrumentos, y mi amada bailará al son del arpa y el violín. Ella bailará tan levemente, que sus pies casi no tocarán el suelo, y los cortesanos, con sus trajes fastuosos, formarán corro en torno suyo para admirarla. Pero conmigo no bailará, porque no tengo una rosa roja para darle.
  Y se arrojó sobre la hierba, y ocultando su rostro entre las manos, se puso a llorar amargamente.
  -¿Por qué está llorando? -preguntó una lagartija verde que pasaba frente a él con la cola al aire.
  -¿Sí, por qué? -murmuraba una margarita a su vecina, con voz dulce y tenue.
  -Está llorando por una rosa roja -explicó el Ruiseñor.
  -¿Por una rosa roja? -exclamaron las otras en coro. ¡Qué ridiculez!
  La lagartija, que era un poco cínica, se puso a reír a carcajadas. Sólo el Ruiseñor comprendía el secreto de la pena del Estudiante y, posado silenciosamente en la encina, meditaba sobre el misterio del amor.
  Por último, desplegó sus alas oscuras y se elevó en el aire. Cruzó como una sombra a través de la avenida, y como una sombra se deslizó por el jardín.
  En medio del prado había un magnífico rosal, y el Ruiseñor voló hasta posársele en una de sus ramas.
  -Necesito una rosa roja -le dijo. Dámela y yo te cantaré mi canción más dulce.
  Pero el rosal negó sacudiendo su ramaje.
  -Mis rosas son blancas -le contestó-, como la espuma del mar y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve donde mi hermana que crece al lado del viejo reloj de sol, y puede ser que ella te proporcione la flor que necesitas.
  El Ruiseñor voló hacia el gran rosal que crecía junto al viejo reloj de sol.
  -Dame una rosa roja -le dijo-, y te cantaré mi canción más dulce.
  Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.
  -Mis rosas son amarillas -contestó-, tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar, y más amarillas que el Narciso que florece en el prado. Pero anda a ver a mi hermano, que crece al pie de la ventana del Estudiante, y quizás él pueda darte la flor que necesitas.
  El Ruiseñor voló entonces hasta el viejo rosal que crecía al pie de la ventana del Estudiante.
  -Dame una rosa roja -le dijo-, y yo te cantaré mi canción más dulce.
  Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.
  -Rojas son, en efecto, mis rosas -contestó-; tan rojas como las patas de las palomas, y más rojas que los abanicos de coral que relumbran en las cavernas del océano. Pero el invierno heló mis venas, y la escarcha marchitó mis capullos, y la tormenta rompió mis ramas y durante todo este año no tendré rosas rojas.
  -Una rosa roja es todo lo que necesito -exclamó el Ruiseñor-; ¡sólo una rosa roja! ¿No hay manera alguna de que la pueda obtener?
  -Hay una manera -contestó el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtela.
  -Dímela -repuso el Ruiseñor-. Yo no me asustaré.
  -Si quieres una rosa roja -dijo el rosal-, tienes que construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado sobre una de mis espinas. Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará mía...
  -La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja -murmuró el Ruiseñor-, y la vida es dulce para todos. Es agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un ruiseñor comparado con el corazón de un hombre enamorado?
  Y, desplegando sus alas oscuras, el ruiseñor se elevó en el aire, cruzó por el jardín como una sombra, y como una sombra se deslizó a través de la avenida.
  El Estudiante seguía echado en la hierba, como lo había dejado; y las lágrimas no se secaban en sus anchos ojos.
  -¡Alégrate! -le gritó el Ruiseñor-. ¡Siéntete dichoso, porque tendrás tu rosa roja! Yo la construiré con mi música, a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi corazón. Lo único que pido en cambio, es que seas un verdadero amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, por muy sabia que ésta sea, y es más poderoso que la Fuerza, por muy fuerte que ella sea. Las alas del Amor son llamas de mil tonalidades, y su cuerpo es del color del fuego. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como la mirra silvestre.
  El Estudiante levantó la vista de la hierba y escuchó, pero no comprendió lo que decía el Ruiseñor, porque él sólo podía entender lo que estaba escrito en los libros.
  En cambio, la encina comprendió y se puso a balancear muy tristemente, porque sentía un hondo cariño por el pequeño Ruiseñor que había construido el nido en sus ramajes.
  -Cántame, por favor, una última canción -le susurró la encina-, porque voy a sentirme muy sola cuando te hayas ido.
  Y el Ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que cae de una jarra de plata.
  Cuando terminó la canción del Ruiseñor, se levantó el Estudiante y sacó del bolsillo un cuadernito y un lápiz.
  -He de admitir que ese pájaro tiene estilo -se dijo a sí mismo caminando por la alameda-, eso no puede negarse; pero ¿acaso siente lo que canta? Temo que no, debe ser como tantos artistas, puro estilo y nada de sinceridad. Jamás se sacrificaría por alguien, piensa solamente en música y ya se sabe que el arte es egoísta. Sin embargo, debo reconocer que su voz da notas muy bellas. ¡Lástima que no signifiquen nada, o que no signifiquen nada importante para nadie!
  Luego entró en su alcoba, y, echándose sobre su cama, comenzó de nuevo a pensar en su amor. Después de unos momentos se quedó dormido.
  Cuando la luna alumbró en los cielos, el Ruiseñor voló hacia el rosal, y apoyó su pecho sobre la mayor de las espinas. Toda la noche estuvo cantando con el pecho contra la espina, y la luna fría y cristalina se inclinó para escuchar. Toda la noche estuvo cantando así apoyado, y la espina se hundía más y más en su carne y la sangre de su vida se derramaba en el rosal.
  Cantó primero al nacimiento del Amor en el corazón de los adolescentes. Entonces, en la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo como canción tras canción. Al principio era pálida, como la niebla que flota sobre el río; pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora. La rosa que floreció en la rama más alta del rosal era como el reflejo de una rosa en un cáliz de plata, era como el reflejo de una rosa en espejo de agua.
  El rosal le gritó al Ruiseñor para que apretara más su pecho contra la espina.
  -¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor -gritó el rosal-, o el día llegará antes de haber terminado de fabricar la rosa!
  Y el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y más y más creció su canto porque ahora cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un joven y de una virgen.
  Y un delicado rubor comenzó a cubrir las hojas de la rosa, como el rubor que cubre las mejillas del novio cuando besa los labios de su prometida.
  Pero la espina no llegaba todavía al corazón del corazón, y el corazón de la rosa permanecía blanco, porque sólo la sangre de un ruiseñor puede enrojecer el corazón de una rosa.
  Y el rosal le gritó al Ruiseñor para que se apretara más aún contra la espina.
  -¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor -gritó el rosal-, o llegará el día antes de haber terminado de fabricar la rosa!
  Y el Ruiseñor se apretó más aún contra la espina, y la espina al fin le alcanzó el corazón. Un terrible dolor lo traspasó. Más y más amargo era el dolor, y más y más impetuosa se hacía su canción, porque ahora cantaba el Amor sublimado por la muerte, el Amor que no puede aprisionar la tumba.
  Y la rosa del rosal se puso camersí como la rosa del cielo del Oriente. Su corona de pétalos era púrpura como es purpúreo el corazón de un rubí.
  La voz del Ruiseñor ya desmayaba, sus alitas comenzaron a agitarse, y una nube le cayó sobre sus ojos. Su canto desmayaba más y más, y sentía que algo le obstruía la garganta.
  Entonces tuvo una última explosión de música. Al oírla la luna blanca se olvidó del alba y se demoró en el horizonte. Al oírla la rosa roja tembló de éxtasis y abrió sus pétalos al frescor de la mañana. El eco llevó la canción a la caverna de las montañas, y despertó a los pastores dormidos. Luego navegó entre los juncos del río que llevaron el mensaje hasta el mar.
  -¡Mira, mira -gritó el rosal-, la rosa ya está terminada!
  Pero el Ruiseñor no contestó, porque estaba muerto con la espina clavada en su corazón.
 Ya era eso del mediodía cuando despertó el Estudiante; abrió la ventana y miró hacia afuera.
  -¡Caramba, qué maravillosa visión! -exclamó-. ¡Una rosa roja! En mi vida he visto una rosa semejante. Es tan hermosa que estoy seguro que tiene un nombre muy largo en latín.
  Se inclinó por el balcón y la cortó.
  En seguida se caló el sombrero, y con la rosa en la mano, corrió a la casa del profesor.
  La hija del profesor estaba sentada cerca de la puerta, devanando una madeja de seda azul, con su perrito a los pies.
  -Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -exclamó el Estudiante-. Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. Esta noche la prenderás sobre tu corazón y como bailaremos juntos podré decirte cuánto te amo.
  Pero la jovencita frunció el ceño.
  -Me temo que no va a hacer juego con mi vestido nuevo -repuso-, Y, además el sobrino del Chambelán me envió unas joyas de verdad, y todo el mundo sabe que las joyas son más caras que las flores.
  -Eres una ingrata incorregible -dijo agriamente el Estudiante, y tiró con ira la rosa al arroyo donde un carro la aplastó al pasar.
  -¿Ingrata? -dijo la muchacha-. Yo te digo que eres un grosero. ¿Qué eres tú, después de todo? Sólo un estudiante, y ni siquiera creo que lleves hebillas de plata en los zapatos, como lo hace el sobrino del Chambelán.
  Y muy altanera se metió en su casa.
  -¡Qué cosa más estúpida es el Amor! -se dijo el Estudiante mientras caminaba-. No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no demuestra nada y le habla a uno siempre de cosas que no suceden nunca, y hace creer verdades que no son ciertas. En realidad no es nada práctico, y como en estos tiempos ser práctico es serlo todo, volveré a la Filosofía y al estudio de la Metafísica.
Y al llegar a su casa, abrió un libro de polvo, y se puso a leer.

viernes, 6 de junio de 2014

EL ÚLTIMO AUTOBUS. Jonathan Hernández

Cada viernes en cuanto los animales comenzaban con su orquesta matinal, Ana se levantaba, aún no salía el sol y ella ya había recogido agua del pozo, alimentado a las gallinas y preparado un humilde pero decoroso desayuno con tortillas, frijoles y chiles.

Su padre, Don Melesio, era un hombre de 47 años de carácter serio e impasible, en su mirada sólo podía verse una cosa: vacío. Había pasado dos terceras partes de su vida trabajando como albañil, su piel era particularmente áspera, lo que le daba a su aspecto un aire de enojo y rigidez. Ana solía pensar que tanto cemento había terminado por convertirlo a él en una piedra.

Don Melesio siempre se levantaba con los primeros rayos del sol, pidiendo a gritos un café de olla. La habilidad que Ana había adquirido durante los últimos años, le permitía sortear esas peticiones matutinas sin complicaciones, sabía perfectamente a que hora debía prender el fuego del anafre para que el agua estuviera lista en el momento en que su padre despertaba. Después de darle el desayuno, Ana debía esperar a que el frío cediera ante la fuerza del sol; entonces su Padre habría salido a trabajar y ella podría darse prisa para, a escondidas de él, hacer lo mismo.

Tenía que realizar una larga caminata desde su casa hasta la carretera y mientras lo hacía, apretaba contra su pecho un rosario, rogando a Dios que cuidara de sus hermanos. La angustia que le provocaba dejar solos a aquellos pequeños de 4 y 6 años la consumía, pero no tenía otra opción, el viernes era el único día en que la Sra. Julieta le permitía lavarle la ropa y limpiarle la casa.
Así había pasado los últimos tres años desde la muerte de su madre. No ganaba mucho dinero, pero por lo menos podía alimentar a sus hermanos los fines de semana que su padre pasaba borracho, e incluso comprarle un par de cervezas más, con tal de mantenerlo tranquilo. 

Ana siempre llegaba a casa de la Sra. Julieta en el momento en que esta salía a dejar a sus hijos a la escuela y se marchaba cuando todos regresaban para comer. Esa era una imagen que no disfrutaba, el cuadro familiar donde todos se sientan en la mesa, era una imagen que le provocaba dolor.

La ciudad siempre le había fascinado, desde niña, cuando acompañaba a su mamá a comprar alimentos en el mercado, soñaba con vivir en una de esas grandes casas de colores, con tener peinados con moños como las otras niñas y le fascinaba la idea de cargar una mochila y vestir igual que todas ellas para ir a la escuela.

Ese viernes, Ana decidió tomar un camino distinto, hacía mucho que no veía el parque y ese viernes estaba particularmente repleto de gente, había vendedores de fruta, de flores, de globos; señoras cargando a sus hijos y niños corriendo tras las palomas. Se quedo ahí, mirando un largo rato, hechizada por las risas, los olores, los colores, estaba particularmente encantada con la imagen de una pareja besándose entre los árboles. 

Una silenciosa mirada se clavó en su espalda, al girarse, un hombre la veía fijamente, era la misma mirada escalofriante que su padre le había echado seis meses atrás, aquella noche cuando comenzaron las pesadillas. Ese recuerdo la hizo volver a la realidad, las nubes estaban a punto de ganar la lucha contra el sol y ella aún se encontraba muy lejos de casa. Comenzó a caminar con la vista empañada a causa del remolino de pensamientos y recuerdos que golpeaban con fuerza su mente. Odiaba que su padre bebiera, odiaba tener que ser ella quien le quitaba la ropa para meterlo en la cama cuando llegaba arrastrándose a casa con un pestilente olor, mezcla de alcohol y vómito, odiaba tener que esconderse cuando por el contrario, llegaba en pie, con la fuerza suficiente para darle una paliza, pero por sobre todas las cosas, Ana odiaba aquellas noches en las que Don Melesio la sacaba de su cama y le jalaba el cabello con una mano y le tapaba la boca con la otra, mientras aplastaba con fuerza su vientre. Esas pesadillas, como ella las llamaba, se habían vuelto cada vez más recurrentes.

Ana caminaba lo más rápido que sus larguiruchas piernas le permitían, el viento asustaba las ramas de los árboles, el cielo comenzó a tomar un color rojizo que acrecentó su desesperación 

-Debo regresar- se repetía una y otra vez. Si su padre descubriera que salía a escondidas dejando solos a sus hermanos, seguro que la golpiza sería fuerte, pero lo peor, era que no podria volver a salir a trabajar, que no podria volver a la ciudad.

Las calles no le eran familiares, la obscuridad de la noche no le permitía identificar en qué dirección debía seguir. Estaba perdida. Una helada gota de sudor recorrió su espalda al imaginar que para ese entonces, su padre seguramente ya había regresado. Siguió caminando, pensaba en sus hermanos, en su madre, pensaba en el miedo que le provocaba la idea de vivir así para siempre.

Un gato negro la miraba fijamente desde el techo de una casa ubicada en la esquina en la que sin pensarlo, Ana dio vuelta. Se encontró con una fila de gente que comenzaba a subir en un camión blanco con líneas azules, ese era su autobús.

Se encontraba a escasos diez metros del camión, cuando este arranco y comenzó a avanzar. Ana decidió correr, corrió con todas sus fuerzas, la luna iluminaba las lágrimas que brotaban de sus ojos y su cabello no cesaba de revolotear a causa del viento. Ana siguió corriendo por más de una hora… en el sentido contrario del autobús.

LA TRISTEZA. Rosario Barros Peña (cuento corto)

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.